Perder tiempo para recuperar la ciudad

Por Ximena Ocampo Aguilar

“Una sociedad culta es la que se promete a sí misma que aquí sí se va a poder estar.”

Pablo Fernández Christlieb

Una de las cosas (o tal vez la única) que he disfrutado de esta cuarentena es la lentitud, la difuminación aceptada y compartida de la prisa con la que normalmente comenzaba y terminaba mis días: salir corriendo de casa, no desayunar, no tener tiempo ni de leer noticias más allá de 280 caracteres, y siempre, siempre llegar tarde. Estoy segura que más de una persona se va a identificar con esta percepción, pues, nos han dicho, es inherente a la vida urbana.

Siempre fui consciente de esta corredera, pero estos días en casa, sin la necesidad de desplazarse de un lugar a otro y, aceptando que puedo darme el lujo de tener días en los que puedo trabajar con más energía y otros en los que simplemente me es imposible, me han hecho reflexionar sobre las razones por las cuáles corro: si, corro porque mi vida está mediada y medida por mi productividad, y el mejor aprovechamiento del tiempo y el dinero, pero también lo hago porque la ciudad, con sus separaciones de usos, distancias exageradas, inversión desmedida en infraestructura para automóviles y escasez de espacios para estar, ha sido construida físicamente para vivirse así, a prisa; la ciudad no permite parar. 

No es casualidad que en varias ciudades, principalmente desarrolladas y en las cuales se ha basado gran parte del pensamiento urbano de las últimas décadas, existan conceptos como loiter (vagar) o jaywalking (cruce imprudente), y que sean concebidos específicamente como actividades no deseadas y, en muchos casos, criminalizadas o prohibidas: la no-productividad, en sus distintas expresiones, se ha construido como una actitud reprobable. 

En su momento, el manifiesto futurista afirmaba que la belleza y esplendor del mundo se encontraría en la velocidad, así mismo, el Plan Voisin de Le Corbusier aseguraba que una ciudad hecha para la velocidad sería una ciudad hecha para el éxito. Casi un siglo después, podríamos poner en cuestionamiento dichas consideraciones: para qué sirve el éxito de una ciudad si solo unos cuantos pueden disfrutarlo, qué más da que la ciudad sea bella si la mayoría de sus habitantes no pueden detenerse a admirarla. 

Quizás entendimos mal el futuro: se pensó que al ser más veloces ganaríamos tiempo y conquistaríamos todos los espacios, que seríamos eficientes, higiénicos, exitosos. Sin embargo, ha sucedido posiblemente lo contrario: la ciudad, cada vez más expandida y segregada, nos pide ir más rápido, pero no todos podemos seguir el ritmo; nos niega la oportunidad de movernos a menos de 4 kilómetros por hora, de recoger a nuestros hijos y hacer compras de camino a casa, de tomar una siesta, de encontrarnos con amigos en la calle, por gusto o por casualidad. 

El alto obligado al que hemos sido sometidos es el sueño de muchos urbanistas; ha permitido a muchas personas admirar la ciudad como nunca la habían visto, olido o escuchado: algunas han despertado con el trino de los pájaros, otras han podido caminar a la mitad de la calle sin un solo carro que represente una amenaza, y, en distintas ciudades del mundo, los niños nuevamente han podido salir de sus edificios, solos, a jugar con sus vecinos.

Lo más abrumador de esta experiencia es la incertidumbre de no saber si, cuando todo esto pase, algo se transforme. A veces se siente el entusiasmo de la nueva normalidad, la nueva lentitud y la posibilidad de una vida cotidiana que nuestra generación nunca ha tenido; otras veces se siente un poco de frustración al pensar (y poco a poco comenzar a ver) que las ciudades se vuelven a llenar de tráfico y los grandes centros comerciales se rodean de compradores en éxtasis.

La pregunta es entonces si volveremos a pasar horas completas de nuestros días moviéndonos de un lugar a otro, o si insistiremos en cambiar nuestro modelo de ciudad, por uno que tenga como prioridad a las personas, sin importar qué hacen o dónde viven.

Esta posibilidad ha sido estudiada y propuesta por cientos de personas desde hace varias décadas (Jane Jacobs, Jan Gehl, entre muchas otras), pero el día de hoy estamos ante una oportunidad única. Si esta crisis sanitaria nos obliga a adaptar nuestras ciudades con el fin de tener más espacio (banquetas y ciclovías amplias para evitar el contagio), nuestra responsabilidad, una vez superada la crisis, será mantenerlas así de anchas y llenarlas nuevamente de gente apretujada, de niños jugando, de adultos mayores tomando el sol, de tiendas y puestos vendiendo agua de horchata y elotes.

Y, en vez de alejarnos unos de otros (como muchos reclaman y anuncian), volvernos a juntar, y caminar pajareando de una orilla de la ciudad a otra.

 


 

Este texto se publicó por primera vez el 12 de junio de 2020 en Utopías Posibles.