Mis pasos después de Beirut

Arquitectura, Ciudad, Vida pública

Por Marcela Valera

 

Hace dos meses, mis pies estaban caminando en tierra libanesa. Había sido un destino que estaba marcado en mi lista de lugares por conocer desde hacía 6 años y hasta ahora, sorprendentemente, estaba yo allí. Lista para oler, observar, probar, aprender, conversar, andar y sentir todo lo posible sobre la cultura libanesa. Estaba muy emocionada y mis pies estaban listos para caminar y recorrer esos caminos que imaginaba muy distintos.

Llegamos allá representando a dérive LAB, una organización latinoamericana con visión, alcance y sueños globales para explorar, comprender e inspirar nuevas maneras de pensar y vivir las ciudades. Fuimos para aprender y traer conocimiento que después pondremos en práctica en estas tierras. El viaje fue organizado por STIPO, una empresa holandesa que promueve conceptos como placemaking, un proceso de transformación de un espacio público en un “lugar” incluyente, accesible, vibrante, seguro y disfrutable por cualquier ciudadan@.

Este viaje se tituló Placemaking for peacemaking, debido al contexto de conflicto y guerra que Líbano ha vivido históricamente y que se refleja de forma muy notoria en su presente: en los edificios de sus ciudades; en la presencia de múltiples grupos religiosos, étnicos y de refugiados; en sus formas y códigos de convivencia; en las conversaciones de la gente; en su arte urbano; en su manera de recrearse y disfrutar de la naturaleza. El objetivo de este viaje era promover y apoyar el placemaking en Líbano para favorecer procesos de paz, además para aprender cómo los espacios públicos funcionan en una sociedad tan diversa religiosa y culturalmente.

Llegué a Beirut con los ojos muy abiertos y con los huaraches bien puestos. No me puse mis tenis porque hacía un calor tremendo (como el té libanés que se sirve hirviendo) y porque inmediatamente sentí que mis huaraches se sentirían como en casa. Y así fue. Desde la noche que llegamos al aeropuerto y hasta el último día, tuvimos una gran sensación de familiaridad. Sin embargo, después de varios días recorriendo distintos senderos y paisajes, mis ojos sí encontraron imágenes muy distintas, propias de allá y mis huaraches también se toparon con situaciones nuevas que a continuación comparto:

 

Caminando la ciudad y la playa

  • Cables: hay tiras gruesas de cables colgando por todos lados; parecen lianas de una selva urbana.  Hay tantos cables que si los juntan todos para conformar una cuerda gruesa, sería como una cuerda floja por la que también podríamos cruzar la calle en las alturas.
  • Gatos: prácticamente no vimos perros callejeros, pero sí nos topamos con un montón de gatos.  No sabemos a qué se deba, quizás es un asunto cultural o geográfico o climático, o tal vez haya alguna explicación de otro tipo. ¿Alguien por ahí lo sabe? ¡Por favor que me lo diga!
  • Escaleras: la ciudad de Beirut está llena de escalinatas, que son espacios públicos dinámicos muy interesantes.  En ellas se pueden ver señoras conversando, parejas paseando, estudiantes charlando. Y en sus paredes hay mucho arte urbano, grafiti, mensajes y detalles peculiares.  Además de las escalinatas, hay poquísimos espacios públicos en la ciudad.
© Marcela Valera

 

  • Casi no hay transporte público y las calles están atascadas de coches: hasta parece que la situación está peor que en la Ciudad de México.  También se sufre mucho el tráfico.
  • Letreros en árabe, francés e inglés por todas partes: allá aprendimos que Líbano fue colonia francesa por 25 años.
  • No podía faltar la garnacha callejera: la que encontramos con mayor frecuencia fueron elotes y pan árabe, hecho a mano en un tipo de comal gigante, con una pasta negra de tomillo.

 

© Marcela Valera

 

  • Las calles huelen a comida: imagínense olores como comino, cilantro seco molido (esencia cítrica muy fresca, deliciosa), paprika, kebab, pan árabe recién horneado. . .
  • El área privilegiada, donde casi todo está recién construido con extravagancia y lujo: los contrastes me parecieron aún más notorios y profundos que lo que he visto en México, por ejemplo. Toda la zona con sus edificios, mobiliario, luces, adornos, escaleras y hasta pisos son majestuosos, modernos y millonarios. Nos quedamos con la sensación de que esta ciudad tiene contrastes demasiado grandes y notorios. Parecido a nuestra querida América Latina.
  • Sour, la playa que por suerte aún es pública: a pesar de que el país cuenta con una costa importante, casi todas sus playas están privatizadas y por lo tanto, si quieres entrar, tienes que pagar. Solo existen dos públicas y Sour es una de ellas. De lo que más disfrutamos en la playa fue caminarla justo donde terminan las olas. Y en Sour nos dimos el gusto de hacerlo, con la gran sorpresa de encontrarnos al final de la playa con un campo de refugiados palestinos, a unos cuantos metros de la frontera con Israel. Mis pies estaban muy contentos sintiendo las delicias de la arena con el mar, pero mi mente solo pensaba “qué loco es este lugar, no logro entenderlo todavía”.

 

La guerra tan cercana, normal y vigente

  • Los libaneses no van a su país vecino Israel y los israelitas no van a Líbano. Son vecinos en conflicto histórico. Los libaneses ni siquiera le llaman “Israel”, sino que se refieren a él como Zona Palestina Ocupada, o algo similar en árabe.
  • Prácticamente no sabíamos nada de la situación de Siria hasta ese viaje.  Los libaneses dicen que hay 4 millones de libaneses en total viviendo en Líbano y, a partir de la guerra de Siria, 1.5 millones de sirios han entrado al país como refugiados legales e ilegales. La mayoría de los libaneses que conocimos están en contra de recibir a los refugiados sirios en el país.
  • Conocimos a un chico estudiante que se llama Ali Saad. Nos compartió muchos datos interesantes, entre ellos que sus papás son primos hermanos y que casarse entre primos hermanos es una práctica muy común en Líbano. También nos narró cómo, cuando tenía 10 años, vivió la guerra contra Israel por 33 días. Nos contó cómo lograron sobrevivir sin salir de sus casas, cavando la tierra para sacar agua y comiendo las plantas que cultivaban.
  • Una mañana fuimos a Trípoli, en una zona donde dos barrios que son prácticamente colindantes, estuvieron en guerra hasta hace tres años. Nunca antes habíamos estado en una zona de guerra. Nos desconcertó ver tanta destrucción, tantos rastros de balas en los edificios, tanto caos bélico, como en las películas. El corazón se me apachurró cuando escuché las historias de la gente y cuando me imaginé todo eso estallando en tronidos de balas y los pobres niños, mamás, papás y vecinos viviendo ese horror. La ONG Utopía ha hecho un trabajo realmente increíble para juntar a las comunidades que estaban en conflicto; construyeron una cancha de futbol justo en medio de ambos barrios y ahora es el centro comunitario más exitoso de la zona, donde niños de ambos lugares conviven y juegan en equipos combinados unos con otros. Tienen iniciativas muy interesantes y su proyecto maestro en puerta es la recuperación de un cine abandonado (que era el centro de operaciones de francotiradores) para convertirlo en centro comunitario de artes, de protección a la mujer y al infante y para llevar a cabo diferentes capacitaciones y eventos. Es realmente admirable lo que Utopía ha logrado y es muy inspirador saber que un grupo de personas soñó y logró transformar un lugar hecho trizas en un lugar que representa unión y esperanza para la gente.

 

Trípoli. © Marcela Valera

 

Horsh Beirut, el parque oculto

La experiencia más grata para mis pies caminantes y más asombrosa para mi corazón fue la visita que hicimos a Horsh Beirut, el espacio público más grande de la ciudad. Se trata del único parque que podría dar servicio natural y recreativo a gran parte del territorio, pero que tiene una historia conmovedora. Horsh Beirut está en medio de la ciudad, es gigante y la mayoría de las personas no sabe que existe. Solo hay dos entradas, que generalmente tienen puertas cerradas. Es decir que, para poder entrar tienes que acercarte, presentarte ante al guardia y pedirle que te abra: como si fuera una especie de antro (discoteca) donde el cadenero, según su humor y tu aspecto, decide si te deja entrar o no.

El parque delimita las fronteras internas de las diferentes comunidades de Beirut: los cristianos (con sus diferentes subgrupos), los musulmanes y los grupos de refugiados: armenios, palestinos y más recientemente sirios. El parque existe desde la época del Imperio Otomano y mientras la ciudad evolucionaba y crecía, se iba comiendo pedacitos del parque por aquí y por allá. A pesar de ello, su área sigue siendo inmensa. Durante 40 años aproximadamente estuvo cerrado al público, porque las autoridades temían que se iniciara algún incendio (allá es muy común que la gente fume tabaco a través de su pipa de vapor – shisha – y eso representaba un riesgo, según decían); también temían que la gente lo usara para “actividades inmorales” y que lo llenaran de basura. Y así, este increíble parque permaneció cerrado todo ese tiempo, siendo arrebatado a su gente con estúpidos pretextos.

Finalmente llegó una ONG local que se llama Nanhoo que lleva alrededor de diez años luchando por el espacio y trabajando con la gente para demandar lo que les pertenece y poder tener acceso a él. La líder de esta ONG se llama Jessica, es la activista más genuinamente convencida y enamorada de su causa que he conocido.  Realmente me impactó todos los incidentes del parque que nos fue contando porque ha tenido que enfrentar al gobierno municipal muchas veces y ella se ha mantenido fuerte, con esperanza y persistente. Esa actitud, junto con un equipo de trabajo motivado y más de 100 voluntarios, lograron que el parque finalmente fuera abierto al público hace un par de años y que la gente se lo apropie poco a poco. No es fácil porque el gobierno ha puesto todas las trabas posibles y dificulta la entrada a cualquiera que lo solicita, pero poco a poco Nanhoo ha logrado que más y más gente se entere de la existencia del parque y se anime a usarlo.

El gobierno, a pesar de ser una zona natural protegida, quiere construir un hospital y un estadio, pero Jessica nos dijo que son solo mentiras y que realmente no se sabe qué es lo que quieren construir ahí, ni bajo qué intereses. Lo que nos sorprendió de ella es que ha confrontado al gobierno de formas muy fuertes, usando los medios de comunicación, actores internacionales y otros recursos bastante llamativos: ella no tiene miedo o, al menos, eso parece. Y aunque los cambios que han logrado han sido muy lentos, ha mantenido su energía, su esperanza y su sueño de poder recuperar totalmente su parque y que los ciudadanos de Beirut lo puedan aprovechar.

Me parece absurdo que el gobierno local se empeñe tanto en esconder este gran parque y se esfuerce en bloquear tanto el acceso. A pesar de que lo comprobé con mis propios ojos y mis pies lo recorrieron sin toparse casi con nadie, me cuesta trabajo creerlo. ¿Cómo una ciudad como Beirut, no puede siquiera contar con su propio parque?  Me parece tan básico. Es increíble lo que los gobiernos pueden hacer a sus propios ciudadanos para satisfacer los intereses personales de reducidas élites.

Jessica se ha quedado en la memoria de mi corazón como otra de los héroes y heroínas de este mundo. Es una fuente de inspiración y ejemplo para recordar que, a pesar de que aunque todo vaya en el sentido contrario, es posible dar pasos en la dirección que consideramos correcta y socialmente más justa.

Desde que regresamos de Líbano, mis pies sienten de manera distinta las calles, los parques, las escalinatas y los espacios públicos de cualquier lugar que visitamos. Mis ojos buscan distintos tipos de personas conviviendo, encontrándose, bailando, deteniéndose a comer algo en la calle o simplemente caminando por lugares que consideran suyos y donde se encuentran con gente que conocen o aprecian. Y mi corazón busca a personas como Jessica, para seguir caminando, para inspirar y contagiar a otros para que juntos logremos que existan cada vez más espacios donde podamos reconocernos, sonreírnos, ayudarnos, divertirnos y sentirnos libres y contentos de compartir los lugares a los que tenemos derecho los residentes de cualquier ciudad sin importar el continente, la historia o la situación política o económica.

 


Marcela es Licenciada en Relaciones Internacionales por el Tec de Monterrey y Maestra en Población y Desarrollo Social por la London School of Economics. Realizó estudios en Negociación y Construcción de Consensos en el CIDE y cuenta con 11 años de experiencia colaborando con ONGs en temas de educación, diálogo intercultural, medio ambiente, gobernanza, y desarrollo urbano sostenible. Trabajó en un crucero académico organizando proyectos sociales en Asia, África y Europa y más tarde organizó expediciones en velero con fines medioambientales alrededor del mundo. También ha sido parte de eventos deportivos internacionales como los Juegos Panamericanos en Guadalajara 2011, los Juegos Olímpicos y Paralímpicos en Londres 2012, los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de invierno en Rusia 2014, el Mundial de Fútbol en Brasil 2014, los Juegos Parapanamericanos en Toronto 2015 y los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de Rio 2016, desempeñándose como Gerente de Hospitalidad, Protocolo y Logística. Marcela ha vivido en 8 países en 4 continentes. Fue consultora de ONU-Hábitat en Jalisco durante un año y coordinadora general de la oficina de ONU-Hábitat en Querétaro durante el 2017. A partir de este diciembre, estará viviendo en Corea del Sur durante una temporada.

Si están interesados en saber más de estos temas y de otros posibles viajes, sigan de cerca a dérive LAB. La siguiente travesía será en China en semana santa del 2018 y habrá más oportunidades de que se sumen a este movimiento de Placemaking durante el segundo semestre del año, ya en nuestra región.