Mi historia de dos ciudades

Por Ximena Ocampo

Para introducirme a la usanza queretana, tengo que decir que he vivido en Querétaro desde hace más de 20 años. Esto, sumado a los vacíos temporales en que trabajé y estudié afuera, querrá decir para muchos que yo no soy de acá. Cuando llegué a la ciudad, con papás y hermano incluidos, fue para vivir en los suburbios. Me tomó casi esos 20 años darme cuenta de que la verdadera ciudad, la otra, estaba en otra parte y que había perdido mucha de mi adolescencia y juventud yendo a los centros comerciales a pasar el tiempo y encontrarme con amigos.

Durante estas dos décadas, o tal vez por más tiempo, Querétaro —como yo— se ha dedicado a crecer, pero hacia afuera. Unos dicen que ha sido debido a la enorme cantidad de familias que llegan a diario; otros, como yo, piensan que se trata más bien de una combinación de factores como vicios políticos, presión inmobiliaria y falta de planeación. (La extensión de la ciudad no tiene nada que ver con la cantidad de personas que viven en ella. Para ejemplificar esto basta con detenerse a pensar que ¡el área que abarcan Jurica y Juriquilla es la mitad de Barcelona! Si en Barcelona viven más de 1.6 millones de habitantes, ¿cuántos vivirán en los suburbios al norte de nuestra ciudad?) El problema que ha ocasionado lo anterior no solo radica en el espacio que habitamos, sino cómo nos movemos por él, cómo lo ocupamos y cómo se utiliza para ofrecernos una vida social, económica y cultural digna y plena.

Mi crecimiento, en dirección opuesta al de la ciudad, me ha traído al centro, no al suburbio. No al Centro Histórico con calles adoquinadas y edificios del siglo xvii, sino al de los años 80, donde aún se puede caminar a los parques, a los bares y a los restaurantes, donde aún se puede ir a casa de un amigo a dejarle un regalo, donde aún se pueden comprar panes nomás para saciar el antojo y tomar un café mientras se observa a la gente pasar. La decisión de regresar al centro fue consciente, basada en aspectos principalmente económicos y sociales sobre los que, de adulta, poco a poco fui reflexionando: por un lado estaba el problema de mantener nuestro propio castillo, con nuestros metros cuadrados de jardines artificiales (pasto verde en el semidesierto mexicano) y un automóvil para ir a cualquier parte (así fuera para comprar un refresco). Por otro, estaba el inconveniente de querer tener vida social o disfrutar la oferta cultural; para visitar cualquier lugar, había que viajar por lo menos 30 minutos, buscar estacionamiento y, siendo muy responsables, no tomar. El resultado fue que, para encontrarnos con amigos, teníamos que hacer un esfuerzo para programar el evento anticipadamente, confirmar el deseo de salir a enfrentar el tráfico y luchar contra la idea de quedarse en casa viendo Netflix y pedir comida a domicilio.

Pensaba que esto era normal, que así es la vida de adulto joven en pareja: cada vez hay que tener menos amigos, menos planes y menos actividad, subir un poco de peso y pasar largas horas sentada en el tráfico viendo pasar los pájaros sobre la carretera detenida. Entre más tiempo pasaba allí, en el suburbio, rodeada por lo que me ofrecía esta ciudad, se volvía más difícil cumplir con las tres condiciones que los sociólogos, desde hace varias décadas, consideran cruciales para tener una vida social plena: la proximidad con los otros, las interacciones repetidas e imprevistas y un entorno que alienta a las personas a bajar la guardia y confiar en los demás. Pero yo también había vivido en esas otras ciudades, unas muy distintas, donde no tenía castillo, ni jardín, ni auto, donde podía ir a todos lados en transporte público, en bici o a pie, tenía amigos, iba a los museos y me quedaba hasta tarde en algún lugar si la fiesta se ponía muy buena o había un plan espontáneo que no me quería perder.

Lo curioso de Querétaro es que parece ser al mismo tiempo dos ciudades: su centro y el suburbio, la expulsión y la absorción, lo aburrido y lo divertido, lo cercano y lo lejano. Dos ciudades a la vez, separadas por la distorsión de la velocidad de los autos que circulan más allá de 5 de Febrero, Bernardo Quintana y la Autopista. A continuación una lista no exhaustiva de las dos ciudades que conviven y compiten en Querétaro:

Ciudad de casas vs. ciudad de instituciones

Un ejercicio sencillo, haga de cuenta que usted llegó por primera vez a vivir a Querétaro. En internet, con el buscador preferido —seguramente Google— intente buscar la oferta de venta y renta de vivienda en la ciudad. ¿Dónde están las casas, los departamentos, los terrenos? Ahora haga lo mismo, intentado buscar su oferta cultural. ¿Dónde están los restaurantes, los museos, los teatros? Quizás descubrirá que hay dos ciudades distintas y que los sueños de vivienda están lejos de la vida cotidiana.

Ciudad de expulsión vs. ciudad de acogida

Complementando la idea anterior, muy a pesar de que el centro nos atrae con su cartelera de actividades, también nos expulsa con su tráfico, ruido, contaminación y percepción de inseguridad; mientras que el suburbio nos llama con sus palmeras y comunidades planeadas —y exclusivas— y sus autopistas: freeway for free people.

La ciudad de la cercanía vs. la ciudad de la lejanía

Un ejercicio más: para entender esta diferencia solo pregunte a alguien que se mueva en auto qué tan lejos o cerca vive del centro de la ciudad; ahora pregunte a alguien que se mueve en bus; ahora pregunte a alguien que se mueve en bicicleta o a pie. Hay algo en la manera de responder que mezclará conceptos que tanto la física, como la filosofía política, han mantenido muy separados y con razón: velocidad, distancia, tiempo, economía familiar, salud, pobreza, riqueza.

Otros ejercicios de ciudad dual

Ciudad de innovación vs. ciudad de conservación: Querétaro al tiempo se jacta de ser una ciudad para la innovación y el progreso, le encanta el dinero de la inversión extranjera, pero disfruta poco de los extranjeros que llegan a vivir en ella. Ciudad de apertura vs. ciudad de privacidad: la ciudad y el estado promueven nuevas formas de movilidad, al tiempo que generan una ley para que vecinos de ciertas colonias puedan levantar rejas y cerrar sus calles por miedo a quienes puedan transitar por ahí.

Y si no son dos ciudades entonces es una sola, pero bipolar, incongruente, de dos caras. Mientras invierte en turismo y cultura, también lo hace en puentes, segundos pisos y privadas que terminan alejando, en vez de acercando, a quienes vivimos en ella. Una ciudad llena de queretanos más queretanos que otros más queretanos que otros más queretanos que otros; una que suele olvidar, porque cada vez nos cuesta más encontrarnos entre todos, que cada habitante, incluso los que llevan acá mucho tiempo, llegamos a la ciudad para hacer de esta un lugar mejor.

Últimamente he visto infinidad de memes y mensajes aludiendo a la idea de que necesitamos poner una pluma, reja o muro en el Conín porque ya no cabemos más en la ciudad —lo cual, evidentemente, me hace pensar en Trump. Estos mismos muros, rejas y plumas se han instalando en diferentes colonias y barrios de Querétaro. En estos momentos que muchas personas trabajan para que estas dos ciudades cada vez se vuelvan más ciudades, más diferentes, más lejanas que cercanas, ¿no podríamos vivir todos juntos en una única ciudad para todos?

 


Este texto se publicó originalmente en la novena edición de la revista cultural Ciudad Adentro en mayo de 2018.