Por la sombrita

Caminabilidad, dérive, espacio público, Oporto, Portugal, psicogeografía, Viajes

Por Ximena Ocampo

Siempre estamos pensando en la influencia que tienen detalles como el tráfico, el transporte público, las calles, la infraestructura y si acaso el clima y la topografía sobre nuestra vida en la ciudad. Sin embargo muy pocas veces reflexionamos sobre la relación entre nuestro comportamiento y algo tan simple y cotidiano como la luz. Y la luz, sus brillos y sus sombras, son quizás la relación más cotidiana y real que tenemos con nuestra ciudad.

Para mi la reflexión llegó luego de pasear una semana por Oporto, la segunda ciudad más importante de Portugal. Después de varias caminatas por dicha ciudad, recorriendo sus barrios, calles y recovecos, no sólo me percaté de la relación que tienen la luz y la oscuridad con el entorno-ciudad-ciudadano, sino que además me decidí a especular sobre ella.

Oporto es una ciudad costera, con muchas montañas y ¡mucho sol! En el verano es relativamente sencillo diferenciar entre un turista y un local simplemente por su forma de moverse por la ciudad; los que la visitamos caminamos en líneas rectas, muchas veces siguiendo las instrucciones de un guía o un mapa, mientras que un Portuense lo hace casi siempre en zigzag, trazando líneas curvas, atravesándose de un lado al otro de la calle, protegiéndose, buscando la sombra y jugando con ella.

Es que esconderse del sol no es lo mismo que buscar la sombra. Los Portuenses hacen lo segundo. Sus desplazamientos terminan siendo gobernados, al igual que su manera de permanecer en el espacio público, de detenerse, de sentarse; todos sus actos al parecer están dominados por el juego claro-oscuro que produce el sol con las formas de la ciudad. No es para nada raro ver a tres viejitas apachurradas en la única banca sombreada de todo el parque, o a un hombre quieto en la mitad de la calle, aparentemente sin hacer nada, mas que disfrutar por unos minutos la frescura que en unos pasos volverá a perder.

La calle es una continuidad de parques y plazas que nunca acaban, de banquetas que nunca se interrumpen ni física, ni simbólicamente. Las banquetas son continuas en muchs calles, aún en las intersecciones, por lo que los carros tienen que usar el espacio peatonal para cruzar y, en otras, la banqueta y el arroyo vehicular están al mismo nivel siendo indistintos el uno del otro. Incluso los conductores están a la expectativa de peatones distraídos, que no esperan el semáforo en verde o llegar a la esquina para poder cruzar.

Y esa forma “errante” de moverse permite que las calles sean vividas como lo que son: espacios públicos moldeables, que se negocian entre entes diversos; conductores con prisa, turistas distraídos, viejitos a paso lento, niños jugando, ciclistas (aunque pocos, al parecer por la topografía), en fin…

Con el pretexto de la seguridad vial y la eficiencia, se ha determinado que nuestras ciudades y, en especial nuestras calles, deban ser espacios monofuncionales, es decir exclusivos y únicos para cumplir la función del movimiento; en donde no existe lugar para la espontaneidad, el cambio de planes o el error. Y como resultado nos encontramos que, al igual que nuestras ciudades y nuestras calles, nosotros somos ciudadanos monótonos, propuestos a ir siempre de un punto A a un punto B, acelerando o desacelerando el paso cuando la luz roja o verde se prende, esperando en las esquina a que los carros nos permitan pasar por un lapso de 10 segundos.

Y así, como las ciudades representan a las personas, también las modifican. El espacio físico es determinante de nuestro comportamiento y nuestras relaciones con los demás.

En las ciudades de la eficiencia y el extremo orden, del control del tiempo y la velocidad (en las ciudades del supuesto desarrollo) ha desaparecido el espacio público para volverse un tubo, un carril, un arroyo vacío y veloz. ¿Dónde quedaron nuestras peculiaridades? Sin peculiaridades, ¿cómo diferenciamos a un Portuense de un Queretano?

Para algunos no importa y en afán de la velocidad y la seguridad, han continuado levantando rejas, separadores, puentes, bolardos, barreras.

Para otros, la revalidación del comportamiento social se propone por medio de la eliminación de ciertas separaciones y segregaciones; semáforos, señales de tránsito, e incluso carriles. Los Espacios Compartidos (ver Calles Compartidas) ponen en el centro del diseño la capacidad misma de las personas de negociar su espacio personal en el espacio público.

Y quizás, en este ejercicio, recuperemos nuestra capacidad de encontrarnos con el otro, no sólo a través de un choque peligroso y violento, sino de encontrarnos verdaderamente. De agruparnos en la misma banca del parque, de cruzar por la misma esquina, de sentir la misma brisa, antojarnos con el mismo olor y transitar por la misma calle. Quizás al compartir la calle nos encontremos todos, a otra velocidad y a otro ritmo; y nos miremos un segundo y sonriamos y sigamos nuestro camino, por la sombrita.

 


 

Ximena Ocampo es Arquitecta, ha trabajado en temas de movilidad y espacio público. Estudió una maestría en Diseño de Ciudad en LSE (London School of Economics and Political Science), donde realizó investigaciones sobre “lo público”, enfocándose en desarrollos de vivienda social como ejemplo de manifestaciones espaciales de inequidad urbana y segregación económica, social y cultural. Ximena es directora ejecutiva y co-fundadora de dérive LAB.

*Este texto se publicó por primera vez en el blog de Centro Urbano en septiembre del 2015.