Parecerse a una bicicleta

Por Pablo Fernández Christlieb

Menos es más, la forma sigue la función, y una buena forma no se nota, son aproximadamente las máximas que hacen que el siglo XX sea rescatable, porque cuando no se cumplieron se hicieron cosas como bombas, atascos de tráfico y desigualdades repulsivas, cosas éstas que se notan demasiado, y donde más se hace menos, como Nagasaki.

Pero, en cambio, por ejemplo, a veces, la arquitectura, como la de la Bauhaus, las cumplió, y construyó casas y edificios, armarios y paradas de autobús, simples, transparentes, como con una tranquilidad dentro aunque dentro no hubiera nadie, que cuando uno los planeaba, proyectaba, dirigía, o los veía o los habitaba, le daban ganas de ser simple, es decir, humilde, transparente, es decir honesto, tranquilo es decir civilizado, porque, en efecto, hacemos las cosas a las que nos queremos parecer, y nos parecemos a las cosas que usamos y ocupamos. Estas construcciones se parecen a las bicicletas: ambas son objetos que no están hechos de nada más que de sus detalles.

El arte en general privilegia en exclusiva a las formas, porque lo que intenta es expresar sentimientos, sean feos o no. Pero entonces hay cosas más bonitas que el arte, que son aquéllas que llevan dentro la obligación de servir para algo, y que su forma está determinada por su utilidad, y parece ser que el uso es el mejor generador de belleza: a nadie se le hubiera ocurrido la forma de una bicicleta si ésta no estuviera hecha para llevarlo y traerlo a buen precio y sin complicaciones, y mientras tanto, pasearlo, que ya forma parte de la belleza. Los puentes colgantes son muy bonitos, como los de Calatrava, pero sólo son así porque tienen que cruzar un río. Los aviones sacan su belleza de que tienen que volar a fuerzas y por ningún motivo caerse. Todo lo atractivo que tiene la ropa de invierno, con sus bufandas y capuchas y guantes y botas, surge de que hay que taparse, y logra ser tan atractiva que los de los países cálidos quieren que haga frío nada más para usarla, y como ni así hace frío, se la ponen aunque haga calor. Y así, cafeteras, sillas, esquinas, máquinas de escribir, cajetillas de cigarros, escaleras, plazas, tiendas, relaciones sociales, gestos, obtienen su belleza plástica de su necesidad práctica: la belleza es la belleza de las cosas que se necesitaban y que tenían la forma que les era necesaria. Y la expresión más depurada, compacta, mínima, de todo esto es una bicicleta; por eso es una cosa medio perfecta. Es la aplicación de todo el espíritu de geometría para lograr todo el espíritu de fineza.

Una bicicleta es pura utilidad, pura necesidad, pragmática total, porque cualquier cosa de inútil que se le ponga la hace más fea, la hace más pesada y lo lleva a uno menos lejos. Así que las bicicletas no aceptan adornos, que son puro lastre, como esos pseudotanques de gasolina para que parecieran motocicletas aerodinámicas que les pusieron los norteamericanos en los años cincuenta. El único adorno que admite una bicicleta es el ciclista que va encima, y sólo porque sin él la bici no va a ninguna parte.

La bicicleta fundamental, en sus tres tipos básicos, de turismo, de carrera, de montaña, más o menos, originalmente muy parecidos porque obedecen a los mismos principios y a los mismos fines, cuya diferencia son rodada 28, rodada 26, rodada 24, más o menos, y manubrio alto, manubrio bajo y manubrio a la mitad, más o menos, es, básicamente, una tubería estructurada, con todos los tubos delgados y del mismo calibre, más o menos, incluidas las ruedas, que parece más que nada un dibujo en el aire, pura figura sin contenido, como una silueta sin relleno, como una orilla llena de paisaje, que se puede dibujar toda con un lápiz del mismo grueso y luego sacar la línea del papel y ponerla en pie. Es pura sencillez, pura pincelada, pura limpieza. Aunque echarla a andar por primera vez sí es, con todo, un hecho brusco, porque aprender a andar en bici requiere de toda la abnegación de las mamás, de la solidaridad de los compañeros o de la tenacidad temblorosa y solitaria del niño que aprende porque aprende en estas vacaciones a costa de sustos y raspones, esperando, invocando, provocando, la llegada del milagro que inventa a las bicicletas: el equilibrio andante, casi flotante, que sucede solamente cuando a uno se le olvida que no sabe andar en bici, y entonces aparece, y resulta que sí sabe, pero si se acuerda, ya sea de que no sabe o de que sí sabe, de todos modos se cae. Quizá por eso, por el milagro que viene dentro de las bicicletas, a una bici nunca se le quita lo juguete, y a ir en bici nunca se le quita el juego, ni con la edad ni con las ocupaciones ni con los reveses; a veces ni con los éxitos ni los triunfos ni otras mentiras demasiado serias. Uno aprende a andar en bicicleta cuando deja de imponerle el propio peso, la propia voluntad y los propios movimientos al aparato, y en cambio se deja llevar, como en baile, y se acomoda a la manera de ser de la bicicleta, como imitando su simpleza y su fragilidad precaria y como si uno también estuviera hecho de líneas dibujadas. Si uno se niega a creer que quepa ahí, que eso pueda andar, que uno mismo pueda dejar de pesar lo que pesa, la bicicleta se negará a ser bicicleta.

Y así andando, uno empieza a parecerse a su bicicleta, como si uno mismo también se volviera tubular, dibujado con lápiz, porque los brazos y las piernas y los dedos, y la nariz, continúan el trazo lineal del manubrio y el cuadro y las tijeras y las llantas y el cableado de frenos y velocidades, y uno comienza a sentir como si el acero o aluminio –carbono, tungsteno, bambú- se le fuera transmitiendo por contacto y empezara uno a volverse resistente, tenso, elástico, flexible, frágil, precario, como lo es la bicicleta; o dicho en otras palabras, el ciclista, no importa cómo sea cuando vaya a pie, va agarrando la elegancia de la bicicleta, porque va incorporando sus movimientos y modos de ser, toda vez que, para llegar a alguna parte, hay que meterse en su ritmo, mover las rodillas y tobillos como si fueran pedales y ruedas, mantener los brazos como si fueran manubrios, sin prisa y sin pausa sino con un ritmo sostenido y consistente. Y el ciclista se va haciendo a su bicicleta y empieza a estar hecho de su bicicleta, concentrado, entretenido, y en medio del ritmo, el tiempo de afuera se va borrando, y se le van disminuyendo las prisas exteriores, las obligaciones que no sean las de la bicicleta, y el tiempo pasa a la velocidad de la bicicleta (y no a la velocidad de los coches ni a la velocidad de los stresses y las ansias), y entonces las citas, los horarios, los compromisos, y sus preocupaciones, pues que se esperen, porque lo que ya no se puede alterar es el ritmo hipnótico de la bicicleta. Si los ciclistas llegan tarde no es porque vinieran en bicicleta, sino porque les dejó de importar a dónde iban con tal de seguir yendo.

No sólo el cuerpo con todo y el perfil y la mirada, sino el pensamiento también se va pareciendo a la bicicleta, y no sólo porque para andar en ella haya que haber tratado de entender su mecanismo que por lo demás es, por definición, incomprensible, porque nunca se va a llegar a entender cómo es que algo tan sencillo funciona tan complejamente, cómo con tan poco se hace tanto, sino, sobre todo, porque los pensamientos se van haciendo rítmicos con el pedaleo, como si se pensara con el mismo movimiento que las rodillas, subiendo y bajando, fluctuando ininterrumpidos, como si estos pensamientos tuvieran más melodías que ideas. Los pensamientos en bicicleta van transcurriendo más como una narración que como una agenda llena de datos inconexos, y por eso, en los trayectos, cuando son suficientemente largos, uno se puede sumir en sus recuerdos, y en los futuros. Pensamientos fluidos, hilados, de corridito, como son las novelas o las sinfonías. Y más livianos, porque yendo así, impregnado del curso del viaje, hasta las ideas pesadas, ésas que aplastan y agotan de sólo pensarlas como por ejemplo que lo acaban de abandonar o que tiene un trabajo que no le gusta o que se siente poca cosa, se van aligerando. Así que cuando uno tenga una pena, súbase a una bicicleta y póngase a andar hasta que se le alivie, que se le aliviane. Italo Calvino, entre las propuestas que hizo para este milenio, estaba la de la levedad, la ligereza. Cuando uno va en bicicleta, da la sensación de que el espacio se amplía, se ilumina, se ensimisma, como si se llenara de música, esto es, de ese aire armónico, fluido y continuo, que aunque suene todavía es callado; a veces es la música que el ciclista trae en sus audífonos, que aunque suene todavía puede escuchar los claxons, los motores y otras alarmas, pero a veces es nada más la música del pensamiento, al que se le van ocurriendo imaginaciones, reflexiones, sorpresas, sueños y utopías, como la de que la ciudad pudiera ser de otra manera, ligera, sin ese claxon que le acaban de tocar, sin fricciones ni rispideces: de que la sociedad se pareciera a una bicicleta.

Cuando las cosas se parecen más profundamente, no es en los colores ni en las medidas ni en los contornos, sino en la manera en que están hechas, con tacto o a martillazos, y en la manera de irlas haciendo, con calma o con apuraciones. Y así, en efecto, andar en bicicleta es una manera de ir haciendo una ciudad y una sociedad distintas, donde caben todos porque es de nuestro tamaño, que no aplasta ni intimida, que no asusta, que da gusto estar en ella, y donde uno siente que ése sí es su lugar en este mundo. Uno hace las cosas a las que quiere parecerse; uno se parece a las cosas que va haciendo; y las cosas se van pareciendo a la manera en que se hacen. Da la impresión pues de que al andar en bicicleta se está produciendo una ciudad que se parece a la bicicleta que la recorre; mientras se va y se viene, y mientras tanto se mira y se canta y se curiosea y se pasea, se está en el acto de ir construyendo una ciudad fluida, continua, ininterrumpida, a buen precio, desempoderada, honesta, transparente, igualitaria, inofensiva, frágil, precaria, acompañada, etcétera: durante este texto se han empleado 32 adjetivos para describir a las bicicletas, que es el mismo número de cosas que Borges enumera para describir el Aleph: etcétera, de escala humana, o sea, del mismo tamaño que nuestras honrosas pequeñeces que tienen miedos e ilusiones e ingenuidades y firmezas, donde no se trate de eliminar al de junto como sucede en el mundo del dinero y otros aparatos poderosos.

Fotografía de Víctor Casillas.

Y si de verdad se impregna uno de su bicicleta, si de verdad se sabe andar en ella, una bicicleta sabe cuándo detenerse, que es lo que decía Joyce de las mujeres en el Ulises: “cualquier cosa que haga una mujer sabe detenerse a tiempo”. Las muchachas en flor de Proust iban en bicicleta en el tomo II. Las bicicletas son femeninas; los coches no. Si a principios del siglo XX los automóviles alcanzaban velocidades de 50 kph, cien años después ya van como a 250, porque siempre hay que ponerles algo más, más velocidad, más potencia, más aditamentos, más precio, más accidentes, más muertos, y mientras, las bicicletas, que iban a 15 kph hace cien años, cien años después siguen yendo a sus mismos quince, tan campantes, tan johnny Walker, y siguen pesando lo mismo, y costando lo mismo, porque saben hasta dónde llegar y adónde detenerse, y no les entra la tentación de aumentar la cantidad de nada. Tal diferencia entre el automóvil y la bicicleta es la diferencia entre el progreso y la civilización: el progreso nunca sabe detenerse: más fuerza, más mecánica, más información, más poder, más aplicación, más resultados aunque sólo sean los de la violencia y la desigualdad; la civilización sabe, en cambio, cuando es suficiente y que ya con eso baste, como lo habían alegado Theodore Roszak y Schumacher desde los años sesenta. La bicicleta es un objeto profundamente civilizado, porque su manera de ser consiste en saber parar a tiempo, en dejar de ir si está muy lejos, en quitar piezas en vez de ponerle más, en no intentar cargar lo que no se aguante, en la complejidad de hacer las cosas simples y no complicadas, en saber que cualquier cosa que aumente esa velocidad, esa distancia, esa potencia, no la mejora sino que la destruye, porque convertiría a la bicicleta en otra cosa que no es, en una moto o un estorbo o una ostentación, o en alguna máquina que de tan complicada haya que estar a su servicio y subordinarse a ella. Es más fácil aumentar las cosas que aprender a detenerse. Lo fácil es ponerle motor a las bicis. Lo difícil es refrenar la tentación de la bajadita, de que no cueste trabajo, de que aumenten los accesorios, de que se vuelva un lujo, de que se vuelva un gadget, como se ve en los añadidos de motores eléctricos donde la gente al principio dizque todavía pedalea pero al final ya no mueve ni un músculo y le empieza a entrar prisa, o en los amortiguadores, frenos de disco y resto del equipo que, como diría Virilio, no producen más eficiencia ni más viajes ni más bicicleta, sino que producen más descomposturas, y además, hacen posible que los antipáticos y los presuntuosos se suban a una bicicleta a hacer la misma cosa que hacen en sus coches: apachurrar. Lo difícil es dejarla como está, y eso es lo civilizado.

Manuel Vicent, un escritor valenciano, en un pequeño texto hizo notar una cosa curiosa, que en las fotografías de los periódicos tras un desastre natural, luego de un atentado, después de una guerra civil, siempre aparece, como por casualidad, como sin querer, alguna bicicleta pasando por ahí; y Manuel se pregunta si las bicicletas no serán ángeles que con su presencia inofensiva, frágil y precaria, están mostrando que duran más los ángeles que los crímenes, las bicicletas que las desgracias, y que, por ende, una realidad más vivible, una sociedad más decente, una ciudad más solícita, está hecha como están hechas las bicicletas, y que cualquier cosa que quiera ser mejor, ya sea comportamiento, actitud, persona, ciudad, sociedad, futuro, debe parecerse a una bicicleta.

 


 

Pablo Fernández Christlieb es psicólogo y Doctor en Ciencias Sociales. Es profesor en el Departamento de Psicología Social de la Facultad de Psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Este texto fue publicado por primera vez en 2015 en el libro La vuelta al mundo en 80 bicicletas, editado por El Caminante.