En busca del origen: Experimento Psicogeográfico 1

calle, Caminabilidad, espacio público, Flaneur, peaton

“One of the pleasantest things in the world is going a journey; but I like to go by myself […] The soul of a journey  is liberty, perfect liberty, to think, feel, do just as one pleases”

 

William Hazlitt, “On going a Journey”, Selected Essays

Le llamo el experimento psicogeográfico 1 por dos razones: La primera, el esfuerzo que se hizo aún cuando valió la pena, no logró llevarme a donde quería llegar; la segunda porque espero (confío) en que este sea nada más el primero de varios ejercicios. “En busca del origen” ya que el propósito de la caminata era salir del lugar mas nuevo de Querétaro, Juriquilla (que para mí, es mi casa: yo soy un Colombiano que recién llego a la ciudad) y me proponía llegar al lugar, que en mi mente es el más antiguo de la ciudad. Según, la ciudad tomó importancia por el control del agua que emanaba desde Hércules. Era, en fin, una búsqueda del origen de la ciudad, pero una búsqueda también del origen cósmico: el agua como el recurso del que todos venimos, y del que más necesitamos.

 

Así que una mañana madrugando, como nunca suelo hacer, decidí partir hacia Hércules. Como todo un (intento de) flaneur moderno tracé una ruta, no obligatoria, que me llevara de mi casa al centro de la ciudad a buscar el tanque del agua en el convento de la cruz, para de allí seguir el recorrido de los arcos hasta llegar al verde; ese verde que hace tanto desaparecimos de las ciudades y lo obligamos a resguardarse en pequeños parques olvidados, y en jardineras diminutas. Además de la ruta, calcé mis botas, usé bloqueador solar y me colgué una cámara programada para tomar, sin que yo lo notase, las composiciones automáticas de mi caminar.

 

Partí bajo un cielo azul hermoso y profundo, como se supone deben ser las partidas de todos los viajeros, buen tiempo y buena mar; aunque la mar en la que me estaba sumergiendo era la mar asfixiante del calor del semidesierto y las olas constantes del ruido de los coches. Cómo si fuera Iain Sinclair (o ese me creía yo) caminaba atento por el lindero de la autopista Querétaro – San Luis Potosí; atento al verde que se quemaba al tocar el concreto, atento al tlacuache con que casi tropiezo, atento a los letreros de tierras disponible y “se vende”. La búsqueda del origen parecía más una búsqueda por el fin: no anduve tantos metros antes de escribir en mi libreta roja de apuntes: “Andar por la autopista es encontrarse con la muerte”.

Nunca me sentí con miedo, no temía que la muerte me encontrara, no creía que la muerte me anduviera buscando a mi. El miedo que sentía era ese de saber que la huesuda andaba cerca y que planeaba con facilidad, dado el escenario, llevarse a cualquier otro en un brutal accidente a más de 100 kms por hora. La autopista de 12 carriles no tiene cruces para nadie, cada 3 kilómetros aparece un cruce nuevo: Un puente temblereque que da la sensación de ser más peligroso que la calle (por eso será que la gente cruza corriendo)y que sólo dirige de un centro comercial a un supermercado, de un hotel a una planta de lavadoras, de una reja infinita a un concesionario de carros; por supuesto, si los caminantes de las autopistas y los habitantes de sus alrededores ya hace mucho que son/somos fantasmas, invisibles, desaparecidos, prohibidos.    

Mientras el centro comercial más grande de Latinoamérica camina a mi lado y no me deja ir (es tan grande que parece que se moviera con uno), ya a lo lejos, se empieza a perfilar la silueta de la ciudad: El ruido aumenta y también el calor. Luego de dos horas de caminata, y de casi ser atropellado por un carro en un cruce, y por 2 bicicletas vende-tamales a toda velocidad encuentro al primer morador de la vía: una señora vende dulces en un parador de bus fantasma y yo feliz de este oasis tomo una decisión equivocada, comprar una ricaleta para calmar la sed. Mientras ingreso a la ciudad, me doy cuenta lo deshidratado que estoy, y reconozco que todo el verde que había visto, con plantas floridas y aspersores generosos que chorrean agua, están ubicados en los separadores de la autopista. En cambio en la supuesta banqueta no hay ni una hierba silvestre.

La ciudad me ataca con muros ciegos, el sol me quema y yo me he vuelto el enemigo de la calle, todos me atacan y yo quiero atacarlos. En este momento me afirmo a mi mismo que “no hay historia que valga”, no quiero pasear más por Querétaro, no en este momento. Luego de 5 horas de caminata, caigo rendido en un café de la ciudad y mientras siento escalofríos llamo por teléfono para que me vengan a recoger: en carro. Esta ciudad hace mucho tiempo olvidó su origen en el agua y lo buscó en la gasolina. Me aseguro a mi mismo que volveré a intentarlo.