El Dragón Morado y las Mariposas Amarillas

por Efrain Ardila Arenas

Viajar en carro, en familia, tiene unos ritos y rituales bastante extraños. Alistar las maletas la noche anterior; y en la madrugada la preparación de 2 jarras de tinto (en Colombia, el tinto es el café de todos los días: más suave que el espresso, más fuerte que el americano) para el camino, y la cocción de una cantidad exagerada de huevos duros (cocidos) para comer por el camino, los racimos de bananos que no pueden faltar, dos limpiones (jergas) por si alguien hace reguero, una caja de medicina para el mareo, y un disc man con su respectivo cassette adaptador que le permite reproducir la música en el equipo de sonido del carro, acompañado claro está, de un estuche de 24 discos seleccionados entre toda la familia (la selección varía desde Garzón y Collazos hasta The Sacados). Así, por lo menos, recuerdo yo el ritual en mi familia, y por supuesto a esa edad: ni escogía los limpiones, ni seleccionaba los bananos, ni podía votar por cuál sería el siguiente disco. 

Cuando pienso en esos rituales, tengo que recordar la siguiente situación viajando en carro con mi familia: 

…En el Cañaguate, está mi martirio. En el Cañaguate, está mi martirio…

Suena La Cañaguatera interpretada por Carlos Vives, y seguro ésta ya es la quinta vez que suena; cualquiera se desespera. No es porque la canción tenga la culpa, pues a mi parecer es uno de los más hermosos temas vallenatos que se han escrito hasta el sol de hoy, sino por como su quinta repetición se mezcla con el calor marítimo que se ha apoderado del Chevrolet Trooper, modelo 95 que viene cargando con toda mi familia rumbo a la costa caribe, sin poder hacer uso de su aire acondicionado. Estamos todos atrapados allí, sin poder movernos, bajarnos, girarnos, estirarnos; no, hasta no llegar a Santa Marta, donde pasaremos la Semana Santa cerca de la arena, y lejos de las iglesias. 

Hacía muchísimo tiempo no viajábamos por carretera, y la felicidad de mi familia era inmarcesible, a pesar de las altas temperaturas. Mi papá marcaba (o eso intentaba) el ritmo del acordeón, golpeando el frontal, mientras que mis disfónicos hermanos aullaban el coro. Yo, dada mi corta edad, peinado y vestido por mi mamá, cargaba con una camisa de cuadros rojos y un pantalón negro remangado hasta mis tobillos, eficazmente elaborado para que el sol cocinara mi suave piel siete veces más de lo natural.

Bajo esta mezcla de calor, sufrimiento y falta de ritmo, pregunté con un grito infantil: 
-¿Ya vamos a llegar?-
-Faltan dos horitas. ¿Estás cansado? Yo estoy peor, mijito. Ya vamos a llegar.- Respondió mi papá con cierta alegría.

¡Claro que estaba cansado! Por ser el menor, no sólo iba vestido por mi mamá, sino que además siempre quedaba para mí el puesto de la mitad, entre mis hermanos. Ellos siempre iban cómodos en la ventana, y sonriéndole al viento que de la velocidad deformaba y refrescaba sus caras. Respondí con una exhalación y miré a mi madre buscando misericordia. Ella, mirándome de reojo, peló uno de los huevos duros. 

La solución de mi mamá para mis desesperos era rellenarme de comida hasta que me privara en un sueño. De repente la velocidad y el aire se colaron por una de las ventanas abiertas, volaron diminutos pedazos de cáscara blanca hasta el pelo rizado y húmedo de mi hermana, iniciando así la siempre anhelada recocha familiar. Nos lanzamos las cáscaras y reímos a carcajadas por 18 minutos consecutivos; fue corto dado que a mi hermano le dio por cobrarme ‘peaje’ con un mordisco enorme al entregarme el huevo y mi mamá le devolvió la mordida con una palmada. Dando paso a la siguiente media hora de impaciencia y frustración,  con mi papá atacando al cacharro pisoteando el acelerador, mientras mi mamá intentaba disimular la situación intentando maullar ahora La Tijera: “Óyeme morena no te pongas tan rabiosa, porque así no son las cosas para una mujer bonita…” 

La esperanza de llegar pronto, y acabar con este sufrimiento, se veía tan lejana como mi casa: mi hermano haciendo mala cara, mi hermana mirando la ventana y yo sin siquiera saber leer el reloj. No sabía si habían pasado 2 minutos o 10 eternidades y para rematar, gozar el panorama en el puesto de la mitad es una tortura, porque, en esa posición, no se puede disfrutar del paisaje fugaz de alrededor.

A punto estaba de desfallecer entre el bochorno climático fusionado con el humano y el olor a yema de huevo duro, cuando mi papá preguntó al aire:
– ¿Echamos toallas para echarnos en la arena?-
– Yo empaqué unas que nos regaló Marta la vez pasada – contestó mi mamá cortando su canto.
– Si, pero esas son las de nosotros. ¿Ustedes echaron?- dijo mi papá dirigiendo su pregunta al retrovisor.

Los tres de atrás, nos miramos desconcertados. Repleto de interrogantes busqué a mi mamá, pues ella era quien había empacado mi maleta. Por su cara de desentendida descubrí que no tendría contestación alguna. En ese preciso instante por primera vez me preocupe: ¿Con qué me iba a secar después de jugar por horas con la marea? ¿Qué carajos iba a hacer para crear una barrera entre la arena y mis ganas de asolearme tirado en la playa? ¿Cómo iba a limpiarme los restos de castillos que mis hermanos juraron me enseñarían a hacer? Si mi mamá me encuentra mojado, repleto de granitos de arena y sentado en uno de los sofás, me iba a dejar la cola lo suficientemente roja como para no querer sentarme de por vida.

Justo en el momento en que iba a lloriquear, mi papá interrumpió mis lágrimas estacionándose abruptamente a la orilla de la carretera. Apagó el carro, nos miró a los tres y con una voz muy serena nos pidió que bajáramos. 

Al abrir la puerta, una hilera interminable de casetas hechas de palos secos y fique, coronaban la entrada a un pueblo repleto de casas de diferentes colores. No había andenes o aceras adecuadas para transitar, solo la arena semi-blanca a borde de carretera. La voz de Rafael Orozco gritaba desde un radio antiguo en una de las casetas, y hacía eco al rebotar con las paredes. Todo el pueblo caminaba lento, como disfrutando de estar vivos. Como si salieran de una maldición, todos sus habitantes estaban listos para recibir sin miedo y con regocijo a los turistas. Vine a enterarme tiempo después que la violencia se había hecho a un lado y por fin dejaba cruzar a la provincia, la única autopista hacia el mar. Lo que los movía con tanto entusiasmo, era la esperanza, de poder ofrecer en el comercio, al turista, lo poco que tenían.

Para mi, lo tenían todo. Pero, sobretodo, la caseta donde estacionamos: tenía toallas.
Colgadas sobre caña seca y ganchos oxidados por la magnitud de sal en la zona, un sinfín de toallas se ofrecían adornando la caseta. Suspendidas y moviéndose al ritmo del viento seco, una tras otra mostraba sus colores invitando a los turistas, hipnotizados, a acercarse y comprar. No me tenían que convencer, necesitaba llevarme una.
– Cada uno, escoge una. Yo los invito.- Dijo mi papá mientras se devolvía al carro por un banano. Entendiendo el gesto de mi papá, lo abracé por seguir siendo mi súper héroe.

Atravesando las hileras formadas por las toallas, miraba una a una intentando enamorarme. Tratar de enamorarse a primera vista, por primera vez, sin desfallecer en el intento, lo hace todo mucho pero mucho más difícil.

La de los Power Rangers está muy sosa, la de los Caballeros del Zodiaco no tienen a Saga, la Pantera Rosa está muy chévere pero yo no la veo en la tele… UY! La de los Motoratones de Marte! – Efra, rápido –  advirtió mi mamá. Fue el primer aviso.

Bueno, ¿y si compro una que no tenga nada de caricaturas? El rojo me gusta mucho. Busquemos un rojo. Hay verdes, azules, amarillas, grises… ay no tienen rojo. Bueno miremos otra vez los matachitos ¿cuáles más hay? Tom y Jerry, Los Picapiedras, Los Supersónicos… ¡NO! No quiero esos. A ver. ¿Cuál me llevo? La de los Motoratones dónde estaba… estaba al lado de esta de rayitas. No la veo. Ayuda, no la veo.

-Efraín tu papá ya va a pagar. Faltas tú-  sentenció por segunda vez. – Ya nos vamos a ir-. 
-Mamita, ¿has visto la toalla de los Motoratones?-  pregunté yo, en medio de la angustia y la frustración.
-¿Qué es eso de las Moto Ratas? ¡No te vayas a comprar algo feo! – denunció mi ignorante pero amada madre.
Paputa! no la encuentro… ¿Qué hago? Pues yo no voy a comprar nada con este afán. Es muy difícil así. Mínimo mis hermanos no han conseguido nada…

Es hermosa la reacción mental de un niño, que afirma sin confirmar. Sobretodo cuando su ignorancia choca con la cruel realidad de que su hermano y hermana ya escogieron una de AC/DC y Hello Kitty respectivamente. Tomar decisiones no era lo mío (aún puedo decir que no lo es). Sólo quedaba una solución ante este cruel dilema…

– No se ponga a llorar, mijito. Ven y escojamos una toallita los dos.- dijo mi papá, intentando tutear. 

En medio de la desilusión y el apuro, ya no recuerdo muy bien que pasó. Únicamente recuerdo a mi papá pagar por mi nueva toalla y cargar en mi pequeña mano derecha una bolsa azul hacia el carro. No revisé su contenido. No iba a molestar más. No quería una palmada como la que había recibido mi hermano, 30 minutos antes. 

Tuve que esperar una hora y media para al fin estar sentado, tranquilo, junto a la azuleja bolsa y la nueva toalla morada tendida sobre el suelo.

Si, era morada.

Con bordes amarillos y púrpuras, y un dinosaurio odioso de mi primera infancia que me sonreía maléficamente y se burlaba de mi descontento. No lloré porque al final no tuve forma alguna de reaccionar. Ya era demasiado tarde para cambiar de opinión y nunca he sido desagradecido con los regalos. Eso sí, dije que no haría berrinche pero que jamás la usaría. Ahí, aprendí a mentirme a mi mismo. A pocas horas de ese juramento, yo ya corría con Barney aferrado a mi cuello jugando a ser un súper héroe. Después, lo usé para quitarme las esquirlas de mar. A la mañana siguiente, me estaba recostando panza a panza con el dinosaurio, estudiando el fino arte de asolearme.

La tuve por muchos años y, mientras transcurría el tiempo, más me gustaba. Cuando volví en épocas de joven, no temía en ondear mi secadora morada en frente de mis  familiares y amigos. La aferré y la asimilé como a mi dignidad: encontrada en un pueblo perdido cuando la preocupación se quería agarrar de mi poder de decisión. 

Cuando quise escribir esta anécdota era para hablar del viaje, del pueblo afectado por la violencia, pero terminé volviendo a aquella vez en la que me dejé llevar de la mano de mi papá y me regalaron la toalla del dinosaurio morado que se quiso ir conmigo. Quizás, eso son los recuerdos, pequeñas historias que ocultamos y al armar, vuelven a salir. El deseo latente de volver a existir.

Los recuerdos, son otro rito familiar, y preguntar por algo del pasado en mi familia tiene una consecuencia: a veces las respuestas pueden ser más fantásticas y hermosas que las que uno espera.

– Oigan – pregunté hace unos días en una reunión familiar. – ¿Ustedes se acuerdan cuando compramos las toallas en la carretera? – 
Mi hermana, hoy ya madre de dos niños y mi hermano, padre de una, sonrieron de par en par como solíamos sonreír en esa época. Y todos quisimos saber el nombre de ese pueblo de las toallas. 
Fue con aquel interrogante que mi papá se acercó a su biblioteca y extrajo un libro amarillo desgastado por la intemperie. Me lo puso sobre mis piernas y dijo:

– Sé, por los temas que te gustan leer, que nunca te has leído este libro. Sé, porque eres bobo pero no tanto, que sabes que fue un premio Nobel. Habíamos estado en Macondo.

Así es. Nunca vi colas de cerdo, ni mucho menos a los Buendía. La entrada a Aracataca, con esa magia que sólo los verdaderos pueblos saben fundar, me entregó un acercamiento a lo que es viajar con ciertos aires de aventura. Pocas veces podemos vivir viajando, conociendo emociones y partes de la ciudad que ni sus habitantes han llegado a conocer, a pesar de vivir allí por tantos años. Vivir, y viajar, aventurar, es tener la capacidad de sorprendernos, conocer, y ser conocido… y al recordar, reconocernos. 

No volé con mariposas amarillas, porque Macondo (o Aracataca) tenía otros planes. 

Mi dragón morado y yo les deseamos una vida repleta de viajes.
Longeva, como la de Ursula Iguarán. Pero sin la ceguera.


Efraín es administrador de empresas, músico y compositor. Actualmente trabaja con dérive LAB como gestor cultural para proyectos de activación cultural en el Espacio Público.